La historia de Francisco Pampinella, el siciliano que con
su esfuerzo ayudó a forjar la Argentina, y que aún guarda en sus retinas las
imágenes imborrables del sur de Italia. Un mano a mano con su nieta para
escarbar en sus recuerdos y hacer de las raíces un camino hacia el futuro.
Francisco se sienta en la cabecera de la mesa. Se acomoda la boina, limpia los anteojos y luego entrelaza las manos. Me mira esperando que salga una palabra de mi boca. Entonces pronuncio “Italia” y sus ojos se llenan de lágrimas. Un escalofrío le recorre el cuerpo y se le hace un nudo en la garganta. Mira un punto fijo. Saborea el rico café con espuma que le preparó su esposa y se dispone a dar inicio a este viaje en el tiempo para relatar la historia maravillosa de cómo comenzó todo.
Francisco
Paolo Ernesto Pampinella (así, todo eso) nació el 4 de julio de 1948 en la
ciudad de Palermo, la capital de Sicilia, Italia. Casualmente, Ágata
De
pronto Francisco se toma una pequeña pausa, se dirige a su cuarto y luego
regresa con fotos y una libreta. En las imágenes se lo observa a él y su familia,
entre paisajes de época y hasta la casa donde nació. Separa una de las fotos
donde se ve a su mamá, a hermana y a él, y dice emocionado “esta fue la última
vez que la vi a mi hermana en Italia, me hubiera gustado saber porqué se fue. A
veces me paso madrugadas enteras pensando en ese momento”.
- ¿Por
qué vinieron a
- Porqué
estábamos a la deriva.
-¿En
qué año vinieron?
- En
el 50, yo tenía dos años y medio. Con decirte que comencé a caminar en el
barco. Mi mamá era muy jovencita.
Ahora
saca una caja algo estropeada por el paso del tiempo. Los años se acumulan
sobre el cartón y hasta algunas telarañas forman una fina capa protectora.
Entonces sumerge una mano en el fondo de la caja y toma una partida de
nacimiento. Es una hoja tamaño oficio, color beige, con sellos a los acostados
y una caligrafía cursiva muy difícil de imitar. Sin pronunciar palabra me la ofrece
para que la lea. Lo hago en voz alta tratando de hacer valer mis
conocimientos de italiano pero de pronto el texto se me hace un trabalenguas y
titubeo. Se me complica. Le pido ayuda y él acepta orgulloso, hasta se le
dibuja una sonrisa. Chequea nuevamente sus gafas y al saberlas en condiciones,
me lee en perfecto italiano cada detalle de su partida.
- ¿Tu
papá se quedó en Italia?
- No,
él ya estaba viviendo acá. Estaba por la zona Sur, en Avellaneda. Estando en
Italia, papá trabajaba en un embarcadero, y cada tanto iba al puerto de Génova,
entonces nosotros íbamos de Suiza a Génova para verlo. Pero un buen día no lo
vimos más, después nos enteramos que se había ido a Argentina. Al poco tiempo,
nos vinimos con mamá también.
“¿No
vas a contar cómo nos conocimos?”. La abuela Eva suele ser el bastón de los
recuerdos para refrescarle cada anécdota, y ésta en particular tiene un sabor
muy especial. Francisco se sonroja, como si el tiempo se hubiera detenido
hace cincuenta años y la estuviera viendo por primera vez. “Ella tenía 15 años
y yo 20, con su mamá trabajábamos en la misma fábrica. Al finalizar el horario
laboral, ella estaba esperándola a su madre, apoyada en una columna, con un
vestido floreado que combinaba con el moño que le recogía el cabello. Nos
miramos y ahí nomás me enamoré”, asegura mientas la mira con el mismo
sentimiento de entonces.
Ahora
el almanaque se posa en abril de 1984. Francisco, ya es papá de Silvana, de Pablo
y de Marcelo, que apenas tiene tres meses de vida. Treinta y cuatro años después,
un emocionado Francisco Pampinella volvía a pisar su tierra natal junto a sus
tres hermanos: Cosetta, Godofredo y Rosa. Franco Pampinella, su padre -quien
hoy descansa en paz junto a su hija mayor Cosetta- los había invitado a poner
los pies sobre en las raíces, en la tierra donde empezaron a crecer sus
semillas.
En aquel
viaje recorrieron lugares esenciales: la casa, la campiña, la plaza, allí donde
cada uno de ellos guardaba un recuerdo imborrable, o al menos los dos hermanos
mayores, ya que los dos menores nacieron en Argentina.
A
través del rompecabezas de fotos que se disparó sobre la mesa, Francisco -mi
abuelo, el que me dio el apellido y me regaló su historia- encuentra su
pasaporte, me lo entrega como si fuera un obsequio y de pronto ensaya una
invitación que le abre la puerta a una nueva aventura. Pero esta vez,
compartida. “¿Qué esperas para que nos vayamos a pasear a Italia?”.
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