Por María Isabel Machuca
En el mes del inmigrante, la historia de Enrique Testa López, un gallego entrañable que, como tantos otros, hizo del esfuerzo y del trabajo un estilo de vida para dejar su huella en la Argentina y en el corazón de su familia.
Un pequeño papel que cabe en la alma de la mano. La letra es casi ilegible, pero en él está su origen, sus raíces. Por eso valió la pena esforzarse para deletrear y desentrañar la historia. Posee la firma del Teniente Coronel Roberto Mauricio Pizarro, el mismo documento tiene, además, un sello que acredita su ingreso permanente a la Argentin e indica “Legalización gratuita” bajo el Decreto 4276/51.
El 23 de abril de 1956 y con tan solo 16 años, Enrique Testa López pisó suelo argentino. Lo certifica el sello del Registro Nacional de las Personas, en el dorso de su partida de nacimiento.
Es un documento muy distinto
a los nacionales: diminuto y escrito en un solo párrafo. En él se puede
observar nombre y apellido, fecha y hora de nacimiento: 1° de mayo de 1940, a las
10 am, en la ciudad de Lugo, España. Hijo de Amador Testa Méndez (32) y de
Esther López (31) agrega que es nieto de Jesús Testa Díaz y de Filomena Gómez.
Y además especifica que es vecino de la familia Braña.
Resulta inevitable imaginar esa ciudad, la más antigua de Galicia,
con sus calles de tierra y casas de adobe. Una España empobrecida en posguerra,
con el franquismo en el poder que lapidó toda posibilidad de crecimiento. Por
sus antecedentes de alianzas entre Franco, Hitler y Mussolini, el pueblo quedó
exento de ayuda económica, a espaldas del plan Marshall que Estados Unidos
había implementado para la reconstrucción de Europa. La misma razón, hizo que
se le negara la participación en la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Ese contexto de aislamiento y crisis económica desató el mayor índice del éxodo
europeo.
Argentina estaba presidida por el General Perón, con la
economía en su apogeo, en pleno crecimiento industrial y necesitado de mano de
obra. Entre los que se aventuraron a probar suerte, estaban los hermanos de
Enrique y los cuñados. Fueron ellos los que le recomendaron que viniera.
Estos familiares trabajaban en los talleres del Ferrocarril
Roca (Estación de Remedios de Escalada). Enrique, sus dos hermanas y sus padres,
en búsqueda de un futuro mejor, no dudaron y emprendieron viaje. Desde el
puerto de Vigo a Buenos Aires en el legendario barco Alberto Dodero.
El arribo está documentado en el Centro de Estudios
Migratorios Latinoamericanos (CEMLA) donde, entre otros datos, consta su
profesión de “labrador”.
“En el año
79’ nos conocimos por medio de amigos en común. Se apareció en un bar de Escalada
y Rivadavia, nos presentaron y tres días después me invitó a salir. Ahí comenzó
la relación. El tenía 40 años y yo 17”, cuenta Gladis Domínguez (59), su viuda,
sentada en la cocina, cebándose un mate, aunque es hora del almuerzo pero ella
lo suele saltear.
- ¿A qué se dedicaba él en ese entonces?
- Tenía un
bar en Boedo e Independencia. Ahora en ese lugar, hay una agencia de lotería.
- ¿Te contó si se habituó rápido a las costumbres
de los porteños?
- Si, lo
primero que hicieron sus cuñados fue llevarlo a un clásico de independiente Racing,
porque eran del Rojo igual que yo, y aunque esa noche perdieron, le encanto y
se hizo de Racing.
Ríe Gladis y
su mirada se pierde entre los azulejos. Tal vez imagine cuántas sensaciones se habrán
despertado en Enrique: entrar a un estadio y hasta el simple hecho de subirse a
un auto o al colectivo. Si ese adolescente venia de un pueblo donde su medio
transporte era un burro y la payana el único juego.
“Enrique era
muy compañero, salíamos a bailar paso doble, le encantaba. A mí me gustaba la
danza árabe y aunque no bailaba me acompañaba”, comenta Gladis perdida en la
nostalgia que le roba una sonrisa, pero se palpa en el aire su lucha interna
por contener las lágrimas que delatarían su debilidad, algo que va en contra
suyo.
Ella acompañó
sus tradiciones, cada semana su hogar tenía aroma a sus pagos. Recetas típicas,
algunas con panceta, chorizo colorado y papas. Quique acostumbraba a comer así.
Los inviernos en Lugo siempre fueron muy duros. La botella de ginebra con ruda
en la heladera, era el ritual de muchas familias españolas, y los Testa la
respetaban cada 1° de agosto.
- ¿Quería una familia numerosa?
- Yo sí, quería tener seis hijos. Él me decía que estaba loca, porque se había separado de su primera esposa y tenía una hija siete años menor que yo. No quería tantos hijos. Lo que si deseaba con el alma era tener un varón para seguir con el apellido. La primera fue una mujer, Giselle, después llegaron Jonathan y Martín. “Cuando nació la nena y vio que era mujer todo bien, pero cuando después llegó Jonathan fue el regalo más grande, porque nació el 29 de abril y él cumplía años tres días después.
- ¿Cómo reacciono con el nacimiento del ansiado
varón?
- ¡Ufff!
Lloró diez días seguidos. Nosotros vivíamos en Moreno, nos estábamos haciendo
la casa. Ese día sacó una mesa a la vereda e invito a todos los vecinos. Les
convidó whisky, vino, todo lo que había…
Es el día de
hoy que Jonathan no se olvida de su padre. Y eso que tenía 6 años cuando murió.
“Supongo que se debe a que le dio todo lo que pudo. Es que fue muy esperado”, recalca
y vuelve a cebar el mate. Entonces vienen a su mente recuerdos imborrables, los
que aparecen cada vez que ve a sus hijos. “El mayor heredó su carácter fuerte y
el más chico tiene todos sus rasgos físicos: alto, delgado y canoso desde joven.
Un calco de su padre”, describe y asegura que los disfrutaba mucho. “Tenía la
costumbre de dormir la siesta con ellos y se emocionaba al mirarlos, al punto
de no contener las lágrimas”.
Gladis
describe a Enrique como “el mejor papá”, que “a pesar de tener preferencia por
el mayor, los amó muchísimo a los tres”.
- Haber compartido doce años con él te habrá
dejado muchas anécdotas ¿Cual recordás ahora?
- ¡Uhhh, muchísimas!
Pero la que más recuerdo es una cuando fui a la peregrinación de Lujan y él decidió
acompañarme. Fue una experiencia muy linda y prometió volver hacerlo, pero al
año siguiente, en agosto, falleció y no la pudimos repetir…
Oír las
palabras de quien fue su esposa es como saborear un buen vino. Primero aparece
su cuerpo fuerte, pero luego se perciben notas de tristeza y predomina la
añoranza, para dejar en la boca el sabor a un gran amor que aún vive en su
corazón.
Enrique Testa López tampoco olvidó su tierra y vivió extrañando al hermano mayor, a su hogar y a las costumbres. Pero fue unos de los tantos inmigrantes que vino, trabajó, dejó sus semillas y ayudó a construir nuestra querida patria.
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