Por Juan Alvarenga
Una radiografía del microcentro porteño apenas unas horas antes del paro desarrollado el 30 de abril pasado; escenografía que podría repetirse a fines de mayo si los gremios deciden avanzar con una nueva medida de fuerza.
A decir verdad, caminando por Avenida de Mayo, cerca de las 20 un día antes al paro, el comportamiento de la ciudad parece el habitual. Claro que se escucha a la gente en las paradas de colectivos hablando o preguntándole al inspector de turno, qué pasará con el colectivo que toman cotidianamente. Otros, miran su celular y responden mensajes. Al parecer, por la hora y el lugar, es momento de hablar con la familia, consultar si en casa está todo en orden y dar aviso que el retorno se aproxima, en cuestión de unos cuantos minutos, ya se estarán para cenar.
Aprovechando ese contexto, en la fila del colectivos 8, converso con una pasajera, Paula, de unos 25 años. Me dice que se le va a dificultar viajar, dado que desde Liniers sin colectivos no sabrá cómo viajar. “Tal vez me anime a venir con el auto, pero tengo miedo de que haya algún corte violento y no pueda avanzar”, me dice con preocupación. Le agradezco el testimonio y sigo caminando.
Paso por un local de comidas rápidas de fama mundial y se me ocurre consultarle al cajero que estaba tomando pedidos cómo hará para venir a trabajar mañana. Con cierta prisa y sin mucho interés, Iván, de 22 años, me asegura que desconoce que la línea de colectivos que toma para acercarse a trabajar no funcionará. “Me estoy enterando por vos que el 100 no va a andar. No tomo otro bondi, si no tengo como venir, ya fue. Pierdo el día, todo por culpa de Macri y su macrisis, otra no queda”. Me sonrío y salgo del local. La mirada adusta de la encargada parece indicarme que estoy en lo correcto.
Apenas unos metros más hacia 9 de Julio me topo con Raúl. Es empleado de un local de comida por peso –inaugurado hace un mes en avenida de Mayo y Piedras- que está próximo a su hora de cierre. Mientras ordena las mesas me comenta que viene a trabajar en bici, por que vive en Retiro y el recorrido no le lleva más de 20 minutos. “Mucho no me afecta, no puedo darme el lujo de faltar, necesito cobrar el día y si no vengo lo pierdo y después ya no lo puedo recuperar”.
Martín Velásquez es un policía de la Ciudad y tiene 35 años. Está de guardia en la esquina de avenida de Mayo y 9 de Julio. Lo consulto sobre el funcionamiento del Metrobus, y aunque no puede asegurármelo me dice que el servicio no se verá afectado. “Me toca cubrir esta zona, como siempre, y tenemos un operativo para llevar a cabo en la jornada de mañana y del 1°, para que no haya disturbios mayores”, me cuenta con naturalidad.
Cruzo avenida de Mayo, sigo hasta Rivadavia y retomo hasta Perú. En la esquina de la cafetería con nombre de ciudad inglesa, me detengo a charlar con Ana, una mantera que vende calzas, medias y pañuelos.
- ¿Cómo vas a hacer mañana?
- Mañana directamente no vengo. Me quedo en casa. No puedo traer las cosas con la cantidad de gente que dicen que va a venir a manifestar. Si me roban algo no lo puedo reponer. Está costando vender un par de medias, no me puedo dar el gusto de perder mercadería.
Su respuesta es tan directa que no hace falta hablar del paro, prefiero saber más sobre su situación personal, que no parece ser muy distinta a la de sus colegas. “Hoy la gente se para, pregunta sobre una remera, le digo el precio, duda, la quiere, pero por el costo no la lleva. Le hago precio si lleva algo más, pero muchos se arrepienten y siguen de largo”. Dice que cada vez se le hace más difícil recuperar el costo de sus productos para volver a comprar mercadería. “Deberían ver esto los políticos en lugar del paro. Cómo estamos pasándola de mal los que venimos a trabajar”. La vendedora, de unos 50 años, me mira a los ojos y su angustia me contagia. Antes de emprender el regreso a la redacción, le deseo suerte y la despido con un beso.
Antes de entrar, me detengo un instante en el supermercado chino de Esmeralda al 600. Avanzo unos pasos y frente al monitor de cámaras de seguridad del local me recibe uno de los dueños. De marcados rasgos orientales y un español muy básico, se las arregla para responderme sobre si mañana levantará o no la persiana. “Mañana abrir igual. Tener puerta cerrada con ventanita rejada para vender. Si hay poca gente en la calle, abro”. Me asegura incluso que mantendrá el mismo horario de atención. Dibujo una sonrisa de agradecimiento y me voy.
Ya en la redacción, apunto lo más relevante de cada testimonio y unos minutos después guardo todas mis cosas para emprender el regreso a casa. Al fin y al cabo la jornada también se acaba para mí, con la certeza de que mañana, al menos, será un día complicado.
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