Por Alejandro Ferrer
El
periodismo narrativo es “un oficio modesto, hecho por seres lo suficientemente
humildes como para saber que nunca podrán entender el mundo, lo suficientemente
tozudos como para insistir en sus intentos y lo suficientemente soberbios como
para creer que esos intentos les interesarán a todos”, expresa Leila Guerriero.[i]
Difícil definir a un mismo aliento que tomó diferentes
voces: periodismo literario, periodismo narrativo, reportajes novelados,
literatura periodística. En definitiva, podemos aproximarnos considerando la
conjunción del periodismo y la literatura.
Una relación llena de contradicciones teóricas y
muchos años de debate. Pero que, en la realidad, se abrió camino. Es el
periodismo claramente subjetivo, emocional, vívido, incrustado en el mismísimo
hecho noticioso.
Respecto del contenido, dinamitó la pirámide invertida
para trabajar sobre cómo se construyó el hecho noticioso y dar los detalles según
otras jerarquías. Conserva todo el trabajo del reportero pero es capaz de
recorrer todo lo que bordea al hecho sin siquiera tocarlo.
Comúnmente se estima que surgió en la década del ’60,
en los Estados Unidos, que fue definido por Tom Wolfe –fallecido este año– y
que la obra que lo catapultó al mundo fue “A sangre fría” de Truman Capote.
Existe una excepción: la obra del argentino Rodolfo Walsh “Operación Masacre”
(1957).
Otros maestros de este arte son Gabriel García Márquez
(colombiano), Tomás Eloy Martínez (tucumano), Mario Vargas Llosa (peruano),
Norman Mailer (estadounidense) y, más recientes, Martín Caparrós (porteño), la
ya citada Guerriero (juninense) y Ryszard Kapuscinski (polaco).
El nuevo periodismo es a todas luces diferente del
clásico en forma, contenido, relevancia de los hechos y tiempos de publicación.
Pero sumamente similar en la veracidad, exactitud e investigación. Y pueden
compartir más características.
Para ejemplificar podemos tomar la historia de Steven,
el verdulero que saluda con demasiada cortesía. Ese “muy amable, que tenga un
buen día” que repite a cada cliente, genera sospechas. ¿Será tan amable? ¿O
estará masticando odio tras la sonrisa y el tono suave? Nadie ha respondido con
certeza.
Quien escribe estas líneas es un cliente asiduo. Uno
se acostumbra al trato y lo retribuye de igual forma. Sin negar las dudas sobre
la honestidad, acepto que el tiempo juega a su favor. Si algo se repite sin
contradicciones debe ser verdad.
¡Ese es el punto de este texto! Un día de septiembre
llego a la puerta de la verdulería y se rompe la rutina, atiende otra persona. La
frustrada búsqueda con la mirada por sobre los hombros de la mujer incomoda.
Como es la primera vez que ocurre, mejor soportar la ausencia y mantener el
trato.
Al día siguiente igual, casi sobre las puntas de pie
cabeceando ideas, conjeturas sobre el destino de nuestro casi amigo. Todo lo demás
está igual: los cajones sobre las estanterías de hierro, las ruedas bajo el
armazón que sale hacia la vereda, las bananas colgando; abajo, las peras, los
kiwi, las mandarinas y las naranjas. Exactamente en el mismo orden que él
utilizaba.
“Y al tercer día, resucitó…” No fue el caso. Pero la
duda era inmanejable. En la oficina habíamos elaborado supuestos trágicos. “Se
separó de su compañera y ella se quedó con el negocio”, “tuvo un accidente”,
“huyó de migraciones”, hasta “se le agotó el buen trato, estalló y atacó a
alguien, por lo que está preso”, se escuchó de quienes nos convertimos en sus
reivindicadores.
Con un tono despreocupado, sin profundidad, realicé la
pregunta obligada. Un instante largo se interpuso entre mi última palabra y la
de ella, que ni siquiera fue suya sino de su padre, que estaba unos metros más
adentro, junto a la balanza. “Lo echamos a Perú”, dijo, y se rieron ambos. Me
costó reaccionar y después de superar el susto esbocé una mueca en la comisura
de la boca.
Sostuve la mirada de aquel que no entiende, que
solicita más información. Otro segundo eterno, no iban a agregar nada más.
Rápido recordé que había elecciones en su país y les pregunté si fue a votar.
Pero dieron una respuesta disuasiva. Ya no podía volver a insistir sin develar
una preocupación irascible. Hora de volver al trabajo.
Con la misma regla del costumbrismo la duda se fue
diluyendo. Y las compras volvieron a ser ordinarias. Las charlas eran sobre el
clima, el tránsito, la selección de las frutas y mi puntualidad en la hora del
almuerzo; no era exacta esa apreciación, sé medir el tiempo, pero no tenía
sentido rectificarlos.
Un día de Octubre, extremadamente soleado, se produce
otro hecho noticioso. Desde un manto de sombras se acerca a la puerta aquel que
había sido olvidado. Nunca intercambiamos palabras personales, sin embargo me
alegró volver a verlo. Era saber que ninguna de las terribles hipótesis eran
ciertas.
“El eterno retorno”, dijo un filósofo alemán para
significar que hay mucho de repetición en la vida (desde lo físico, lo moral,
lo político) sin ser, ni siquiera una vez, lo mismo que antes. Volvimos a tener
las gentilezas de los meses anteriores, pero los precios eran los de hoy. La
inflación hace inocultable el paso del tiempo.
Sin llanto, sin una crisis humanitaria, sin un suceso
relevante para muchas personas… Sin noticia. Escribo esta crónica periodística
recordando que nunca volví a hablar de la desaparición de Steven y tampoco sé,
a la fecha, qué le ocurrió en esas semanas donde “brilló por su ausencia”.
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