DE RUSIA CON AMOR


Crónicas del Mundial. Historias que laten en una ciudad que respira fútbol.
Por Walter Gramajo
La Casa de Rusia, ubicada en el corazón del barrio de Almagro (avenida Rivadavia 4266) abre sus puertas a las 11 para celebrar la inauguración del Mundial de Fútbol que por primera vez se disputa en el país del vodka y la mamushka. Da la bienvenida a su comunidad el embajador Víctor Koronelli, vestido con traje oscuro, ubicado en el centro d el salón principal, que está ambientado con cuadros que muestran imágenes de jugadores, y sobre la pared principal se destaca un proyector de 60 pulgadas. Sobre las mesas se observan diversas opciones de té y café, gaseosas, jugos y bocadillos tradicionales como sushki (pequeño aro de pan dulce, con semillas de amapola), Hvorost (similar al pastelito relleno de dulce o crema, espolvoreado con azúcar impalpable), belevsky (bombón esponjoso bañado en chocolate) y masas argentinas. Las recepcionistas dan la bienvenida entregando banderitas de Rusia e invitan a pasar al salón.
Algunas mujeres se pasean ataviadas con los tradicionales caftanes, esos amplios vestidos largos de hilo coloridos, otros prefieren lucir la camiseta roja de la selección rusa versión 2018, e incluso algunos tienen el blanco, el azul y el rojo de la bandera en su rostro. Ya sentados en torno a las mesas, observan con una sonrisa la escueta ceremonia inaugural, con la voz de Robbie Williams como estandarte. Cantan y levantan las manos cuando el intérprete canta Àngels, acompañado de la soprano Aída Garifullina. Llega el discurso del presidente Vladímir Putin, algunos observan y otros aprovechan el momento para ir por un bocado. Poco después sale el equipo a la cancha, entonces se levantan, aplauden y agitan banderas. Luego cantan el himno emocionados, y escuchan respetuosos los acordes del himno de Arabia. El árbitro pita y comienza el partido. 

A los 12 minutos llega el primer gol ruso, convertido por Gazinsky (rubio, alto, con el número 8 en su espalda) y estallan los aplausos y los cantos festivos. Algunos sonríen e imitan los gestos de resignación del Jeque Árabe Mohammed Bin Salman, cuando lo muestra la pantalla acompañado por el presidente Putin. Lo mismo ocurre poco antes de concluir el primer tiempo, cuando Cheryshev (cabello castaño, alto con el 5 en la camiseta) establece con un zurdazo el 2 a 0.

 Llega el entretiempo entre aplausos y saludos, la mitad aguarda en el salón y el resto se retira, quizás por compromisos, trabajo u otras cuestiones, pero todos derrochan alegría. Están también quienes aprovechan esos 15 minutos para comer y refrescar sus gargantas después de tanto festejo, y al rato regresan a sus lugares, expectantes por el inicio del segundo tiempo. Mientras, las recepcionistas entregan cintas y pines para sumar al festejo.

Comienza la segunda etapa y recién en el minuto 71 surge el tercer gol de Dzyuba, con un cabezazo. Más festejos, más risas y más optimismo, ya se huele el inminente triunfo. En el descuento llega el cuarto, y otra Cheryshev se anota en el marcador. Eleva al cielo un gesto de agradecimiento y el griterío vuelve a estallar en el estadio y en la sede rusa de Buenos Aires. No terminan de festejar y llega un tiro libre para Rusia que sellará el 5 a 0 final.
Así se vive la fiesta rusa en este rincón de la Ciudad. Abrazos, cantos de “olé olé Rusia Rusia”, con ese acento tan particular que lo hace sonar a “Raziia Raziia”. Más saltos y más banderas que los hacen sentir más cerca de su lejana y querida tierra.


Por Mónica Susana Cozzarín
EN BUSCA DE UN SUEÑO
En el entretiempo del partido inaugural entre Rusia y Arabia Saudita, descubro una hermosa niña rubia de ojos celestes vestida con la ropa típica de Rusia, un sarafán azul.
Me acerco a ella y con un perfecto castellano me cuenta que tiene 15 años. Su padre, de nombre Vitali, tiene 52 y hace 17 que vino a la Argentina detrás de un sueño. “Vinimos a probar suerte, teníamos problemas financieros y después de estar diez años casados no teníamos hijos, así que el medico nos sugirió cambiar clima, zona de vida y mejorar situación económica”, dice Vitali en una rara mezcla de ruso y español sin artículos, mientras su esposa le susurra algo al oído con una mirada pícara.
A los dos años de estar en Buenos Aires se consolidó el sueño americano: se agrandó la familia y consiguieron trabajo. El hombre dice haber hecho “de todo” y cuenta que en la actualidad su señora trabaja en un taller de costura. “Yo trabajo en restaurant ruso ubicado en San Telmo llamado Unión Soviética. Soy ayudante de cocina”, explica Vitali con orgullo.
Está por empezar el segundo tiempo, y aunque los tres alientan a Rusia, saben que su corazón está en Argentina, la tierra que les abrió sus puertas y les devolvió la esperanza.

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